Hystéra significa útero en griego. Los antiguos creían que este órgano tenía la capacidad de moverse por el cuerpo femenino, como un monstruo, provocando toda clase de alteraciones que -obviamente- solo podíamos sufrir las mujeres. La historia hizo lo suyo cuando en la Edad Media pasaron a creer que este tipo de afecciones eran provocadas por el diablo, conduciendo la cruel caza de brujas. Peor aún, en el siglo XIX, estas alteraciones que casi siempre se reportaban como catalepsias severas de larga duración, impulsaron la hospitalización de las mujeres en pabellones psiquiátricos. Enfermas de histeria, se les terminó de clavar el peso de la moral: la irracionalidad se consagró como la principal característica de la mujer. A principios del siglo XX, en Buenos Aires se creyó que esta era una plaga propia de las mujeres y fue de las patologías más prevalentes. Sin explicación para los hombres, se sufría de una condición anormal con drásticos cambios anímicos. Por su parte, los hombres que sufrían alteraciones enigmáticas, al no tener útero, fueron tomados en serio y atendidos con rigor médico. La histeria se entendió como una enfermedad mental femenina cuyos tratamientos como el aislamiento, los lavados y las histerectomías, no solo normalizaron la violencia contra la mujer sino que también la justificaron.
Por el útero se nos consideró locas, incapaces, un manojo de hitos curiosos para los hombres, tratadas por psiquiatras antes que por otros especialistas. Las oscilaciones hormonales que experimentamos las mujeres durante cada ciclo menstrual, la gestación, la lactancia, el puerperio, el climaterio, hicieron del útero una enfermedad. La histeria pareció un estado incomprensible, y nunca se le reconoció legitimidad ni importancia a la afección biológica. Fue una explicación muy cómoda para la desarmonía femenina que algunos acusaron. Por estos juicios, terminamos desconectadas de este órgano tan fundamental.
¿Por qué hago este recorrido histórico-etimológico? Porque todavía hoy no se toma en cuenta la sintomatología referida por las mujeres en relación a su útero, sobre todo durante el embarazo, el parto y el puerperio. Porque todavía hoy nos califican de “alharacas” o “exageradas”. Porque se ignora y subestima la experiencia personal del dolor. Porque en septiembre de 2017, Romina Rojas Zarhi exclamó que se sentía ahogada, y su equipo médico no reparó en su cesárea y en las complicaciones que pueden derivarse de esa cirugía. Lejos de ello, se la trató por una crisis de pánico. Romina pidió ayuda y estuvo 14 días en coma. También porque en mayo de 2020, Gabriela Leiva relató que cuando gritaba de dolor por el inminente parto de su hija Leonor de 36 semanas, presintiendo que algo malo ocurría, no la asistieron. Rogó por una cesárea y se la negaron. Dejó de pedir ayuda porque vio que “las que mejor se portaban” tenían más posibilidades de ser atendidas. Quizás a Romina y Gabriela las consideraron histéricas. No lo sé. Lo que sí sé es que primero murió Romina y después también murieron Leonor y Gabriela. Esos son los dolores de esta columna. Mucho más que el peso de la historia.